miércoles, 1 de abril de 2009

Redescubrir es descubrir


No siempre se nos permite, o nos permitimos ver, después de un tiempo, aquello que ha sido fuente de tantos sueños. Cuando el tiempo pasa nuestros sentimientos se tornan somñolientos, la pasión descansa, envejece, hasta que en un momento impensado nuestros ojos redescubren aquella belleza que entonces se hace nueva.

No se daba cuenta de que yo la observaba, entonces percibí la pureza de sus movimientos. Sentada allí, sobre el sofá, jugando con su portaligas negro, el que había estrenado esa tarde conmigo. Recorrí su figura como quien aprecia la más fina escultura. Su piel marfilina parecía resplandecer con la luz plomiza de una enorme luna que se filtraba entre las cortinas. Levantó la vista y me vio allí en el umbral. Su sonrisa me cautivo como me había cautivado cada vez que se dibujaba en ese rostro perfecto, dulce y decidido. Ella no tenía edad, jamás la tendría, porque era para mí como en el primer día, hacía ya tantos días.
Estiró su diestra, llamándome en silencio, contesté con una muda sonrisa. Ella inclinó su cabeza a un costado, señal de dulce insistencia. Me acerqué sin apartar la mirada de su mirada, del brillo de sus ojos, de esa exacta mixtura de lujuria e inocencia. Una vez frente a ella me detuvo poniendo sus manos en mis caderas. Desabrochó mis jeans y bajó la bragueta. Luego sentí su mano juvenil, buscando su preciado dulce, el toque de aquellos labios rojo fresa anticiparon la suave y cálida la humedad de su boca que un instante después me devoraban. Mis piernas temblorosas apenas me sostenían ante la descarga inevitable, de ese relámpago que sacudía cada una de mis fibras. Quise gritar, pero en cambio escapó de mi boca un apagado gemido, mientras aquella dulce tortura se hacía placer insoportable en manos de mi torturadora. Tal era su concentración, tal era su fuerza que ambos éramos uno. Entonces fue un hecho lo inevitable, me bebía si dejar escapar mi hombría de entre sus labios, mientras mis dedos se aferraban a su cabello negro ensortijado.
Apartó despacio su rostro, sonreía, pero ahora notaba yo la chispa de la lujuria que se hacía fuego en sus ojos color miel. Su lengua enjugó sus labios, mientras sus brazos me arrastraban hacia el suelo. Yo accedí. Me arrodillé frente a sus piernas mientras éstas me daban espacio. Mi olfato fue acariciado por su primordial perfume, puro y encantador, como el que dan las flores en las mañanas de primavera. Mi lengua fue prudente. Recorría feliz aquella fuente, primero sus bordes, luego, y de a poco pero decididamente se zambulló en la calida humedad rosada, en cada uno de sus pliegues. Sentía su corriente, la rítmica danza de su vientre, sus gemidos, sus dedos buscando el instrumento de su placer. Bebía de ella como el peregrino que bebe de un oasis en el desierto. Entonces sus dedos se atenazaron de mis cabellos y aquella fuente se transformó en cascada, preámbulo inequívoco del orgasmo que llegaba, y yo más lamía, más hurgaba. Lanzó desde su garganta la música que el placer había compuesto para mi placer, entonces alejé mi rostro de aquella fuente, de su agua y su perfume, mientras ella seguía moviendo su vientre en ritmo descendente.
Recuerdos dispersos llenaron mi mente. Fotografías viejas, de viejas alegrías compartidas. Historia de uno que era de dos. Me di cuenta de que el tiempo no corrompe, estaciona, realza los sabores.
Ella giró y se me dio la espalda, sus brazos descansaban en el respaldo del sofá. Me miró por sobre su hombro, con las rodillas sobre el enorme almohadón. Sonrió perversa, yo sabía, no hacían falta ya las palabras. Separó las piernas ofreciéndose en un todo, y como cada vez desde hacía ya tanto tiempo, entré en ella por cada lugar que podía cobijar mi miembro.

Pasaron cálidos y apasionados segundos, que para el reloj fueron horas. Ella encendió un cigarrillo y levantó de la pesada mesa ratona su copa de vino, sus ojos brillaban a la luz de las velas. Me miró con la ternura de quien ama y yo admiré aquel rostro marfilino de facciones juveniles que, aunque ya no tan cerca de la juventud irradiaban esa luz que desde alguna vez, varios años atrás me había cautivado.

-- Feliz aniversario, mi amor. -- sonrió.
-- Feliz aniversario, mi amor. -- sonreí.

Y me llenó la felicidad de saberla mía, de redescubrir por enésima vez, cada valle y cada montaña de su continente, pero por sobre todo me llenó la emoción de saber que nuestras almas seguían caminando juntas para recorrer este mundo tomadas de la mano.

Redescubrir algo viejo termina siendo descubrir algo nuevo, porque cada vez que nos miramos encontramos a alguien distinto.

1 comentario:

... dijo...

... siempre y cuando, la persona a quien van dirigidas esas palabras, sea lo suficientemente inteligente para comprender ese enigmatico juego de palabras. Si es asi.. el juego es divinamente excitante

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